Showroom en el mercado
La primera vez que experimenté lo que es la "moda" fue a los siete, cuando veía a mi abuela vender ropa en el mercado. Llegábamos temprano, entre las dos subíamos la cortina de la pequeña tienda y barríamos la calle. Ella limpiaba del mostrador el polvo que se desprendía del techo humedecido durante la noche mientras que yo, jugueteando, sacaba los maniquíes y colgaba en la fachada los nuevos modelos cubiertos por bolsas de plástico.
Mientras tomábamos café con pan para desayunar, las señoras que venían de dejar a sus hijos en la escuela pasaban enfrente y echaban un vistazo curioso y rápido para ver qué novedades habían llegado. Jamás se detenían hasta después de haber comprado el mandado. Llenas de bolsas pesadas, acaloradas y con el monedero en la mano regresaban para, ahora sí, recorrer con la mirada el local de 4x4.
Mi abuela conocía a sus clientas y aprendió lo que quería y necesitaba cada una: “blusitas”, pantalones de vestir y vestidos. Por eso la mercancía disponible casi siempre era igual; acaso variaban los estampados: lunares, flores, animal print y colores sólidos; los materiales también solían ser los mismos: algodón, lycra, poliéster y gabardina; y por supuesto las tallas, desde la extrachica hasta la XXL, pero esas sólo las traía bajo pedido porque casi no se vendían.
“ - Doña Cristi, ¿cuándo trae más blusitas como esta?
-Ora en la quincena que vaya a surtirme a Tepeaca le traigo más.
-Tráigame una en azul, negro y otro color que haya, pero amarillo no porque me aprieta”.
“- Doña Cristi, ¡no me quedó el pantalón!
-No se preocupe, clientecita, se lo cambio. La siguiente semana le consigo otra talla.
- Otra talla si me hace el favor, ya si no hay pues otro modelo, pero de preferencia que tenga pincitas en la cintura”.
“ - Doña Cristi, fíjese que tengo un bautizo este fin. Enséñeme sus vestidos.
-Mire, tengo estos, apenas me llegaron estos otros y también tengo trajecitos de dos piezas.
-Ay, este de florecitas está bien bonito, pero no acompleto.
-No se preocupe, como usted ya es de confianza se lo anoto y me va dando en la semana sin problema”.
Yo las escuchaba platicar mientras veía alguna novela en la tele o terminaba la tarea. A veces, después de concretar la venta seguían conversando hasta que llegaba otra clienta o ellas debían irse para “avanzarle a la comida”. Luego de eso mi abuela regresaba a poner el dinero en la caja no sin antes hacer cuentas en la libreta y apartar en un bote lo correspondiente a la renta del mes, hasta que finalmente volvía a sentarse para continuar con su bordado.
Siempre me gustó ver cómo las señoras se iban contentas con sus prendas. En una bolsa de plástico, a lado de la carne y las cebollas, se iba un vestido que usarían el sábado. Ese vestido las haría sentir hermosas, fuera de la rutina, renovadas, bailadoras y coquetas hasta la siguiente fiesta que quién sabe cuándo sería, pero mientras la fantasía ya era suya.
En ese entonces yo no conocía términos como drops, trendsetter, casual wear, athleisure, showroom y demás palabras que dan cosquillas en la lengua. Antes de Instagram, antes de los blogs de moda, antes de las revistas y las pasarelas, lo primero que descubrí fue ese alegre intercambio comercial donde, más que canjear unos billetes por ropa, habían dos personas ayudándose mutuamente a enfrentar el reto de sobrevivir. Así cada día.
-MV